FRAGMENTOS: El doblón del capitán Ahab (Arturo Pérez-Reverte)

"... Se hace tarde, se acaban la ginebra y el tabaco, la luz del quinqué está extinguiéndose y los mosquitos me acribillan vivo. Pero no quiero irme a dormir, caballeros, sin hablarles de la materia principal de la que para mí están hechas las aventuras y los sueños: el mar. No en vano, fíjense, llevo estos cuatro galones dorados en la bocamanga. Más que el aire -nunca me interesó mucho ese medio, aparte Cinco semanas en globo, De la tierra a la luna y alguna historia así, porque mis héroes siempre tuvieron los pies en la tierra o en la movediza cubierta de un barco-, el mar fue siempre desafío y camino, y desde su infancia, asomados a los puertos y a las orillas, los hombres aprendieron a soñar con las cosas remotas que albergan, sin saberlo, en su propio corazón. Hablo de mi propio caso, si me toleran otra referencia personal al respecto.

A fin de cuentas, no es casual que la que tal vez es la mejor novela de aventuras empiece con un joven llamado Edmundo Dantés a bordo de un navío llamado Faraón. O que una de las obras cumbres de la literatura universal narre minuciosamente la caza de una ballena. O que la más hermosa historia escrita para jóvenes sea un viaje por mar a la isla de los piratas. Y en todas esas novelas vinculadas al mar, caballeros, más aún que en ningunas otras, se cumple inexorable el gran ritual de la literatura, de la aventura y de la vida: el viaje peligroso mediante el que, quien se atreve a emprenderlo, progresa en el conocimiento de sí mismo y del mundo en el que vive. Como en el juego de la Oca al llegar a la trigésimosexta casilla, como el peregrino medieval que llega a Santiago, como el alquimista afortunado al término de la Gran Obra, el héroe que sobrevive al encuentro con el buque fantasma acaba sabiendo más. Y a su regreso ya no es el mismo: para bien o para mal, será incapaz de ver el mundo igual que antes de partir. Ahora sabe lo que sus compatriotas, o vecinos, o familiares, ignoran.

Vuelvo a la cubierta del Pequod -y disculpen que en realidad apenas salga de ella-, porque en su mástil, caballeros, hundida a martillazos por el viejo y maldito Ahab, reluce el doblón de oro que premia el avistamiento de la ballena blanca. A mi juicio, ése es el mejor símbolo acuñado de todo aquello que fascina a ciertos hombres y mujeres, y los arrebata de la seguridad, y los lleva a remar, como decía al principio de esta conversación, a bordo de una ballenera con el cuchillo entre los dientes y separados de la Eternidad por el escaso grosor de una tabla de madera, rodeados de estachas que tal vez los atarán a su propia carroza funeraria, para correr la aventura de la vida: la que impidió que el ser humano siga siendo un molusco atrincherado en el fondo del mar. Cada vez que me detengo en la biblioteca y acaricio el lomo de los viejos libros que me llevaron lejos, oigo el rumor de la marejada y el lejano golpeteo del martillo del viejo capitán clavando esa moneda en el palo. Miradla bien, decía Ahab. Y aquí la tengo. Si la froto con la manga, así, reluce como el oro de los sueños.

Y déjenme decirles una última cosa, caballeros. Compadezco a los hombres cómodos, resignados y razonables que nunca leyeron libros que estremecieran su corazón. Compadezco a quienes nunca se dejaron seducir y arrastrar por una moneda de oro, una mujer hermosa, un amigo fiel, una aventura descubierta en un libro. Compadezco a los que nunca dormirán la paz eterna con todos los piratas, junto a la tumba donde se pudran ellos y sus sueños..."

Comments

Rodia said…
uf, una belleza. me llevó inmediatamente a La Isla Misteriosa, hace como 25 años atrás.

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